Comprendo que vivimos en sociedad, la mayoría de nosotros en grandes grupos, cada vez más hacinada la población en las ciudades. Y comprendo que, para que la convivencia sea posible, son precisas un montón de normas y de leyes, un montón de restricciones y de prohibiciones.
Lamento, sin embargo, que, en lugar de aplicarlas con cierta flexibilidad, con un mínimo sentido común, ateniéndose a las circunstancias de cada caso, los agentes de la ley las apliquen con frecuencia a rajatabla, lo cual, qué duda cabe, hace más sencillo su trabajo. Y me llena de asombro que mucha de la gente que me rodea, lejos de aceptar estas prohibiciones como un mal menor, las acoja con entusiasmo intransigente, encantada de tener oportunidad de echarte una reprimenda o de denunciarte. Todo esto puede ser muy cívico y tal vez con el tiempo lleguemos a ser un país tan ordenado como Suiza, pero ¿no crea una atmósfera un poco asfixiante? ¿No resulta muy dura, al menos para los miembros de mi generación que nos considerábamos de izquierdas y habíamos hecho de la libertad un mito, esa merma creciente de las libertades individuales?
El tabaco es nocivo, y yo misma, cuando veo a chicos y chicas jóvenes fumando por la calle, tengo que reprimirme para no darles sabios consejos que no iban a escuchar. Pero el fanatismo antitabaco -como cualquier fanatismo-, sobre todo el de los ex fumadores, su intolerancia absoluta, su falta de comprensión, me desagrada tanto que yo, que nunca he fumado, enciendo un cigarrillo. He buscado en vano, en el aeropuerto de Barcelona, un rincón para fumadores, como los hay en todos los aeropuertos que conozco, y no lo he encontrado. Y a una de mis amigas la denunciaron, sin ni siquiera advertírselo antes, por fumar a solas en su despacho. ¿No da un poco de miedo ese deseo fervoroso de algunos ciudadanos por colaborar con la ley?
Sin pretender en absoluto defender el tabaco, señalaré algo que me sorprende. Hace unos años, cuando un hombre nos preguntaba cortésmente a las mujeres si nos molestaba que encendiera un cigarrillo, todas sin excepción asegurábamos que no. ¿Cómo es posible que ahora resulte físicamente insoportable que alguien fume, o haya fumado, al otro extremo del edificio?
A todos nos molesta que por la noche los ruidos del vecindario no nos dejen dormir y es razonable que se regulen. Pero también aquí debiera existir cierta flexibilidad. No es lo mismo, por ejemplo, la noche de Fin de Año que otra noche cualquiera. Y, aunque una deteste los petardos, no llamará a la policía una noche de verbena. El pasado agosto, en Cadaqués, celebrábamos el cumpleaños de un chico, la casa era pequeña, hacía calor, y nos pusimos, dos niños, sus padres y dos amigas, a bailar y bromear en la calle. No eran todavía las once de la noche. Los vecinos nos llamaron la atención. Paramos en el acto. Pues, aun así, allí estaban a los cinco minutos los mossos, porque nos habían denunciado.
No se puede llevar a los perros a la playa. Y es razonable. Se sacuden, te mojan, te arañan dentro del agua, pisotean las bolsas y las toallas. Molestan. De modo que, también en Cadaqués, llevo a mis perros antes de las siete de la mañana a una playa alejada, donde no hay nadie (y si hay gente durmiendo no protesta, porque también se sienten en falta, ya que está prohibido dormir en la playa, o en el coche, o aparcar la roulotte o hacer camping donde se te ocurra), y voy bien provista de bolsas para recoger lo que ensucien. Pero aun así llegan los mossos, y, como la amiga que me acompaña no se ha enterado y sigue bañando a los perros, me exigen les entregue el carné de identidad.
Me he resignado a que el Estado vele por mi integridad física y me obligue a utilizar, incluso en ciudad y en los asientos traseros, el cinturón de seguridad, aunque no estoy segura de que mi integridad no sea asunto mío, como debiera serlo prolongar o no mi propia vida, pero ¿no es excesivo que, movido por su afán protector, el médico de la seguridad social amenace al paciente con no hacerle las recetas para conseguir gratis los medicamentos, si no se vacuna antes contra la gripe?
Seguramente estamos, habida cuenta de que buena parte de la izquierda supera en este aspecto el puritanismo de la derecha, en el camino correcto. Con un poco de suerte dentro de unos decenios -en un mundo donde se habrán extinguido cientos de especies animales, donde habremos dejado morir sin que se nos mueva un pelo la mitad de la población de África, donde el Mediterráneo se habrá convertido en un estercolero- seremos un país tan civilizado como el que más.
Las libertades individuales no deben de ser tan importantes, dado que no parecen importarle a casi nadie, y supongo que todos, qué remedio, nos habituaremos a sobrevivir, sin excesiva asfixia, entre ese cúmulo creciente de cosas prohibidas. Sin excesiva asfixia, pero con resquicios de rebeldía y de tristeza.
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